Por: Robin Francisco, psicólogo clínico
La Organización Mundial de la
Salud (OMS) define La Salud como “un estado completo de bienestar físico,
mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad. La posesión del
mejor estado de salud del que se es capaz de conseguir constituye uno de los
derechos fundamentales de todo ser humano, cualquiera que sea su raza,
religión, ideología política y condición económico- social”.
Para la Oficina Regional Europea de OMS
la salud es “la capacidad de desarrollar el propio potencial personal y
responder de forma positiva a los retos del ambiente”. “Es un proceso
continuado, no es una situación”.
Según el informe Lalonde (Canada
1974) cuatro grupos son los determinantes de la salud, como son: los estilos de
vida con un 43%; la genética y biología humana con un 27%; el medio ambiente
con un 19% y el sistema de salud con un 11 por ciento.
De ahí que este considera el
proceso salud como “una variable
influida por diferentes factores: biológicos o endógenos, ligados al entorno,
los hábitos de vida y factores ligados al sistema sanitario". Así, el
conocimiento de los muchos y variados factores implicados en conseguir mejoras
en la salud individual y colectiva, ha ayudado a establecer el papel que deben
llevar a cabo los sistemas sanitarios.
En su informa Marc Lalonde señala
que “si queremos mejorar la salud de la población, tenemos que mirar más allá
de la atención de enfermedad”.
En ese sentido, Aaron Antonovsky (1923-1994) creador del modelo
salutogénico criticó el típico enfoque salud-enfermedad, basado en el modelo
tradicional patogénico, en el que las condiciones de salud y enfermedad son por
lo general mutuamente excluyentes.
Propuso entender la salud como un
continuo de salud-enfermedad. En este continuo identificó dos polos: el
bienestar (salud) y el malestar (enfermedad). Según el autor, no es posible que
un organismo vivo logre ninguno de los polos extremos del continuo, es decir,
la salud perfecta o el estado completo de enfermedad. Por un lado, toda persona
tiene alguna parte insalubre, a pesar de que pueda percibirse a sí misma como
saludable.
Por otro lado, aún en los estados
terminales, mientras haya un soplo de vida, en alguna medida, algunos
componentes de la persona se encuentran saludables. De esta forma, el énfasis
no debe hacerse en el hecho de que una persona está sana o enferma, sino más
bien en qué lugar del continuo se coloca, entre la salud perfecta y el completo
estado de enfermedad.
El modelo salutogénico considera
que la salud no es un estado de equilibrio pasivo, sino más bien un proceso
inestable, de autorregulación activa y dinámica. El principio básico de la
existencia humana no es el equilibrio y la salud, sino el desequilibrio, la
enfermedad y el sufrimiento. Es decir, la desorganización y la tendencia hacia
la entropía está omnipresente en el organismo humano, como en cualquier otro
sistema.
Esto significa que la salud debe
ser constantemente re-creada y que, al mismo tiempo, la pérdida de la salud es
un proceso natural y omnipresente, ya que el caos y el estrés, lejos de ser
realidades objetivas, son experiencias percibidas, surgidas de demandas
internas y/o externas, que forman parte de las condiciones naturales de la
vida.
Para la psicología de la
salud, rama de la psicología que nace a
finales de los años 70 dentro de un modelo biopsicosocial, la enfermedad física es el resultado no sólo
de factores médicos, sino también de factores psicológicos (emociones,
pensamientos, conductas, estilo de vida, estrés) y factores sociales
(influencias culturales, relaciones familiares, apoyo social, etc.). Todos
estos factores interactúan entre sí para dar lugar a la enfermedad.
En un estudio realizado por
Robert Gatchel en 1995 se vio que los factores psicológicos predecían el 91% de
las veces qué pacientes con dolor de espalda se recuperarían de un dolor agudo
y cuáles acabarían con un dolor crónico.
En este punto es oportuno señalar
como la personalidad nos predispone a cierto grado de vulnerabilidad con
respecto a la enfermedad. Entendiendo la personalidad como “un patrón único
pensamientos, sentimientos y conductas de un individuo que persiste a través
del tiempo y de las situaciones” (Morris,2005).
Desde hace décadas la investigación relacionada con la forma en que
la personalidad podía mediar en el desarrollo y evolución de una enfermedad ha
sido creciente, a pesar de que el inicio del interés en ello data de la época
de Hipócrates. Existen diferentes elementos que pueden incidir en
la aparición de una enfermedad, no obstante nos centraremos en los rasgos o características de personalidad que
predisponen a los llamados patrones de conducta.
Muchos autores han descrito
el patrón de conducta como la reacción que sucede cuando una persona y
sus características de personalidad son activadas por un agente ambiental.
De aquí se puede definir tal patrón de conducta, como los rasgos que modulan el
modo de enfrentarnos a la vida y a la enfermedad. Tal patrón de personalidad modula, por tanto,
nuestras actitudes, expectativas y a la larga, nuestro afrontamiento y
habilidades de adaptación al entorno.
En el discurrir del tiempo se han descrito y clasificado distintos
patrones de conducta; pues bien, cada uno de ellos se ha asociado a
una enfermedad específica.
En 1959 dos cardiólogos de San
Francisco, Estados Unidos, Meyer Friedman y Ray Rosenman, en un intento por
determinar cuales eran los rasgos de personalidad de personas que habían sido
afectados por un infarto de miocardio, observaron la existencia de un intenso
deseo de tener éxito y una competitividad elevada. Entonces, propusieron un
conjunto de características de comportamiento para intentar describir la forma
en la que estos pacientes se comportaban.
A este conjunto de
características lo denominaron “patrón de conductas tipo A” (PCTA)
y años mas tarde Rosenman (1990) lo
define como un complejo acción-emoción que comprende:
a. disposiciones conductuales (como ambición, agresividad, competitividad o impaciencia),
a. disposiciones conductuales (como ambición, agresividad, competitividad o impaciencia),
b. conductas específicas (como
tensión muscular, estado de alerta, o un ritmo de actividad acelerado)
c. respuestas emocionales (como irritación, hostilidad o un elevado potencial
para la ira).
Friedman y Rosenman explican que
este complejo acción-emoción puede observarse en cualquier persona que está
envuelta agresivamente en una lucha crónica, incesante, para conseguir cada vez
más en menos tiempo, aún contra las fuerzas opuestas de otras cosas o personas,
si es necesario. Los autores entendían que el Tipo A no es un trastorno
psicológico sino una suerte de reacción que surge cuando ciertas
características de personalidad de una persona se enfrentan a ciertos estímulos
ambientales específicos.
Más recientemente, Rosenman
(1996) sostuvo que una elevada ansiedad, profundamente arraigada y disimulada
es, a menudo, el principal factor subyacente en la relación entre la enfermedad
coronaria y el PCTA. Del mismo modo, considera que el estrés percibido puede
tomarse como equivalente a la ansiedad.
Por su parte, Friedman (1996)
considera que el PCTA se caracteriza por dos componentes: encubiertos y
manifiestos. Los componentes encubiertos, los cuales serían responsables del
inicio y mantenimiento del PCTA, son una inseguridad intrínseca y/o una baja
autoestima. Estas características tienen su origen en la temprana infancia y,
previsiblemente, pueden activarse por la ausencia de expresión de afecto y
admiración por parte de ambos padres, al menos desde la percepción de la
persona que desarrollará este patrón de conducta.
El principal componente
manifiesto, observado con más frecuencia en las personas que presentan el PCTA,
es el sentido de la urgencia del tiempo o impaciencia. La urgencia del tiempo,
cuando es muy intensa, genera y mantiene un sentido crónico de irritación o
exasperación. El segundo componente emocional manifiesto del PCTA es una
hostilidad flotante. Esta designación está dando cuenta de una hostilidad
ubicua en lo que hace a su aparición y trivial respecto a los incidentes que
pueden evocarla.
El patrón de conducta tipo B
(PCTB) es el que se enmarca como saludable. Los rasgos que componen este patrón son los de aquella
persona tranquila, relajada, empática, asertiva, abierta a las relaciones
sociales y con tendencia a focalizar su objetivo en un mayor bienestar
emocional. No hay hostilidad y es consciente de sus limitaciones. Se suele
definir como la no presencia de un Patrón de tipo A.
Estos sujetos son generalmente
tranquilos, confiados, relajados, abiertos a las emociones, incluidas las
hostiles. El estado emocional es agradable por reducción de la activación o por
activación placentera. Los trastornos de personalidad que aparecen con más
frecuencia en estos individuos son los trastornos antisocial, límite,
histriónico y narcisista de la personalidad. Estos sujetos parecen dramáticos,
emotivos o inestables.
En el patrón de conducta tipo C (PCTC) las personas son más susceptibles a ciertas enfermedades como
cáncer, y enfermedades autoinmunes como lupus, artritis reumatoide, esclerosis
múltiple, esclerosis lateral amiotrófica o asma. Las enfermedades autoinmunes
son enfermedades en las que el sistema inmunitario reacciona contra los propios
tejidos, atacándolos y dañándolos.
Las relaciones entre el cuerpo y
la mente pueden tener un profundo impacto en nuestra salud y es precisamente
una rama de la ciencia llamada psiconeuroinmunología la encargada de estudiar
estos fenómenos, de manera que los científicos están descubriendo cómo el modo
en que pensamos y sentimos puede alterar nuestro sistema inmunitario.
Existe una relación entre la
represión de las emociones y la depresión del sistema inmunitario, que es el
que nos defiende del cáncer, destruyendo las células cancerígenas cuando
aparecen. Cuando una persona suprime e ignora durante mucho tiempo sus
sentimientos, el sistema inmunitario se ve afectado.
La personalidad tipo D (distressed),
concepto introducido por Denollet, Sys y Brutsaert
(1995), se ha definido como la
tendencia a experimentar simultáneamente intensas emociones negativas (afectividad negativa) y a inhibir su
expresión durante la interacción social (inhibición
social).
En particular, la afectividad
negativa (AN) se refiere a la tendencia estable de un individuo a
experimentar emociones negativas, de forma más prolongada y en mayor número de
situaciones. Las personas altas en AN manifiestan más sentimientos de disforia,
tensión, preocupación, e irritabilidad. Además, tienen una visión negativa de
sí mismas, refieren mayor número de quejas somáticas, y presentan un sesgo
atencional que les predispone hacia los estímulos negativos.
La inhibición
social (IS), por su parte, se define como la predisposición a
inhibir la
expresión de las emociones negativas en situaciones de
interacción social. Las personas con alta IS tienden a evitar peligros
potenciales derivados de la interacción social, dado que
anticipan reacciones negativas por parte de los demás
(p.ej., desaprobación). Estas personas se pueden sentir inhibidas, tensas e
inseguras en compañía de otros, y por eso prefieren mantenerse alejadas de los
demás en situaciones de contacto social.
Los diversos estudios han demostrado que las personas con
este tipo de personalidad están
vinculado con un mayor riesgo de
sufrir cardiopatía isquémica, repetición de infartos, diferentes problemas
cardiacos, y un peor ajuste a la enfermedad.
En ese sentido, Kobasa y Maddi
encontraron a determinadas personas que ante sucesos vitales negativos (muerte de
un ser querido, accidente o enfermedad grave…) parecían tener unas características
de personalidad que les protegían. Según Kobasa (1982), los individuos con
personalidad resistente se enfrentan de forma activa y comprometida a los
estímulos estresantes, percibiéndolos como menos amenazantes.
Estas personas, en lugar de enfermar a causa
del estrés, aprovechan las circunstancias difíciles como una oportunidad para
progresar. Tiene tres componentes:
considerar importante cualquier
iniciativa que se acomete.
- Control: considerar que
tú eres quien domina los acontecimientos y no ellos a ti. La
convicción que tiene la persona
de ser capaz de llevar las riendas de su propia vida.
- Reto: considerar los
cambios como una oportunidad de progreso, en lugar de una amenaza
a la estabilidad. Pensar que, por
muy bien que estuvieras hasta ahora, si las circunstancias
de tu vida cambian, puedes luchar
para estar mejor aún.
En resumen, el modelo salutogénico
nos dice que es inevitable que el ser humano padezca algún tipo de enfermedad y
los tipos de patrones conductuales nos señalan que existen personas con cierto
grado vulnerabilidad a contraer por su estilo de vida algunas enfermedades
específicas. No obstante, a todo ello, la teoría de la personalidad resistente
nos revela que existen personas con ciertas características de personalidad que
se protegen ante sucesos vitales negativos. Es decir, que estas personas
revierten el efecto negativo del estrés causado por su enfermedad o problema.
En ese sentido, podemos concluir
que un individuo con una personalidad resistente tendrá mayor capacidad de
resiliencia ante los estresares de su vida y por consiguiente, gozará de mejor
calidad de vida. Lo que se traducirá en una persona mas sana.
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